
Entre las primeras cosas que les hacía era la de cortar al rape con una navaja o tijera la cresta y también lo que llaman las barbillas (algo similar a que si algunos de nosotros nos recortasen con esos implementos las orejas y los cachetes); esto se lograba sujetando firmemente al animal entre dos personas.
Esta “operación” se hacía a carne viva y por supuesto sin anestesia, la hemorragia provocada se trataba de controlar apretando la herida con una esponja humedecida y lavándola con agua y jabón.
Los gallos chillaban hasta el cansancio y con los días (si no contraían antes alguna mortal infección) se sobreponían al dolor sentido. Supuestamente estas mutilaciones se hacían para que a la hora del enfrentamiento no les molestase o estorbara nada en la cabeza.
Inmediatamente después le evaluaban el tamaño de las espuelas, por lo general éstas se las arrancaban con un alicate (el orificio que dejaban en las patas se ennegrecía y costaba mucho para curar), cuando finalmente se cicatrizaba la zona del desprendimiento, les pegaban las espuelas de otro “gladiador fallecido” que las tuviera más afiladas y en mejores condiciones.
Así mismo con una brasa de carbón al rojo vivo les quemaban el pico (según esos “especialistas” ello permitía ablandárselo para luego ser limado hasta dejarle filo).
La preparación a posteriori era la de cortarle totalmente las plumas de las extremidades, la espalda y el pecho, bajo el entendido que de esa forma le permitía a la atormentada ave una mayor facilidad en su desplazamiento.
Este atroz desplumaje generaba en esos pequeños cuerpos múltiples infecciones en la piel, que debían ser pacientemente curados con polvitos desinfectantes. Previo al careo el “diminuto guerrero” era encerrado en una estrecha jaula que no le permitía movimiento alguno hasta que llegase “el gran día”.

El instinto de peligro posesionaba a los bípedos y se iniciaba de inmediato la encarnizada lucha a muerte. El duelo era feroz y sanguinario. Cada golpe con el pico o las espuelas eran como certeras puñaladas que desgarraban lo que estuviera a su alcance. Ganaba el que dejaba abatido o muerto al adversario.
El dueño del gallo perdedor (según la jerga gallera había sido deshonrado), de la rabia lo tomaba moribundo de la arena y lo despescuezaba públicamente o lo batuqueaba fuertemente contra el piso para que no quedase duda de su ira. Otros les descargaban sus armas de fuego y ni se molestaban en recogerlo.
Los gallos vencedores en la gran mayoría de las situaciones, habían sufrido fuertes contusiones y cortaduras, las cuales los mantenían hinchados, impávidos y parados como estatuas durante días o semanas. Esos casos el abuelo de Miguel Ángel los trataba como todo un “cirujano experto”, se daba a la paciente tarea de cocerles cada una de las heridas.
Tambíen les abría el pico y les empujaba pan humedecido con caldo de vitaminas y se los iba bajando por la tráquea llevándolos con las manos, hasta que el alimento llegase al buche. Así mismo les daba agua dejándoles caer en el pico un chorrito, la cual bajaba por gravedad. Si el gallo no lograba mantenerse en pie o se doblaba, la experiencia le indicaba que la muerte era inevitable.

Al mes estaban como “nuevecitos”, listos para la próxima faena. Si el gallo era muy bueno, podían llegar hasta cinco peleas antes de caer abatidos por un gallo mejor.
El abuelo de Miguel Ángel, en su mejor época de criador y cirujano de gallos llegó a tener hasta cien ejemplares en su casa. Con el paso del tiempo, ese oficio empezó a llenarlo de tristeza, al parecer comenzó a soñar que él mismo era un gallo de pelea, se despertaba recurrentemente sobresaltado y sudoroso cuando creía que con navaja o tijera lo mutilaban o padecía la crueldad de ese sanguinaria diversión. Más nunca volvió a las galleras.
Lenin Cardozo, ambientalista venezolano | ANCA24
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