Desde que el plan de desarrollo del presidente Santos lanzó la gran minería como una de las estrategias principales de crecimiento económico, el país ha sido testigo de un gran debate centrado, primero, en temas estrictamente ambientales.
A la discusión sobre la inconveniencia de poner a andar a cualquier precio esta llamada locomotora se sumó el Ministerio de Agricultura. Se produjo, además, el gran rechazo de la sociedad de Bucaramanga a la gran mina aguas arriba de esa ciudad.
Han pasado más de dos años y a la discusión se han sumado amplios sectores, que ya no son “los ambientalistas”, como a veces se quiere hacer creer. Hasta las Farc, que también tienen intereses mineros, se han sumado presuntamente a este rechazo. Estamos ya en medio de una radicalización y ad portas de una confrontación que para nada ayuda. Es claro que hay una vertiente de ambientalismo que se acusa de radical y que tiene en su haber victorias como la exclusión legal de la minería en los páramos y en algunos humedales. También fue llamado radical Greenpeace cuando se opuso a la caza de la ballena azul, en ese momento al borde de la extinción y actualmente en recuperación. Hoy no sólo los ambientalistas, sino la sociedad mundial, prefieren un mundo con ballenas a uno con mares desolados.
Pues bien, llegó la hora de una discusión de fondo. Porque el dilema de la gran minería en la alta montaña no es sobre si hay un frailejón más o uno menos, ni es tampoco, siquiera, sobre la calidad de algún curso de agua. Más allá de la retórica, que pasó sin pena ni gloria de la “minería sostenible” a la responsable, lo que está en juego es la calidad y seguridad ambiental del territorio. ¿Desea la sociedad usar parte de sus montañas como oportunidad para multiplicar el capital? ¿O deseamos mantenerlas como espacio de vida?
Es urgente un gran diálogo dirigido a la construcción legítima de soluciones de compromiso, entre el crecimiento económico, el bienestar y la seguridad ambiental. Pero para llegar a este punto, ojalá más temprano que tarde, hay algunas situaciones que mucho ayudarían. Corresponde, primero, no al sector minero, que no opera en el vacío, sino al llamado sector social que vive el territorio, probar el beneficio de la minería.
Por supuesto, no sólo con indicadores macroeconómicos, pues incluso en este ámbito hay serios economistas que tienen fundadas inquietudes. Aun así, no han sido despejadas las dudas sobre el balance entre incentivos e impuestos, sobre el uso de las regalías, sobre la pobreza creciente en las zonas mineras, sobre los costos en la salud y sobre la enfermedad holandesa, grave para el poder adquisitivo.
Imposible una minería legítima cuando la sociedad tiene documentadas dudas sobre su beneficio social. La segunda de ellas es que no puede estar en duda la legitimidad de la intervención ambiental desde el Estado. Flaco servicio se le hace a la minería con editoriales que señalan a muy calificados funcionarios como extremistas, por el solo hecho de cumplir la ley.
Por eso, el anuncio del presidente Juan Manuel Santos de destrabar la locomotora minera podría ser bien recibido si viniera acompañado de una decisión de fondo de pasar de la retórica a la gestión ambiental, y con un mecanismo para la construcción de un acuerdo social. Pero no, por el contrario, también quieren acabar con la consulta previa. Vamos por mal camino.
Hoy por hoy, el indicador más robusto de la minería sigue siendo el conflicto socio-ambiental. Antes que confianza inversionista, el país tiene que recobrar la confianza en los inversionistas.
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